24.4.08

Un particular día de la Rosa y del Libro

Ayer volvió a ser 23 de abril. El florido día de Sant Jordi que aquí en Catalunya tiene una tradición muy especial. Aparte de la onomástica y de la leyenda de San Jorge, del nacimiento de Cervantes y de Shakespeare (no estoy muy segura de eso, pero no me apetece buscar), aquí existe la tradición -ahora sustentada por el siempre interesado mundo del comercio- de regalar rosas a las mujeres y libros a los hombres. Sí, es sexista; y sí, me avergüenza en parte por ello. Rosas he recibido pocas en mi vida (qué se le va a hacer... aunque tranquilidad, sobreviviré a esa falta), y los libros que me han llegado a través de los años han acostumbrado a ser un auto-regalo. No seré tan hipócrita como para decir que no me gusta recibir rosas -siempre rojas, tan aterciopeladas y fragrantes-, pero una mujer también puede recibir libros (sí, ése es el regalo perfecto: un libro adornado con una rosa). E ídem, un hombre debería poder recibir una rosa, aunque para muchos pudiera quedar raro, es cierto... Dejémoslo así.
Llevo tres años en que este día es un suplicio para mi pobre persona. Al pasear por las pobladas calles al salir del trabajo la tentación me corroe: ahí están los culpables, esos libros tan a la vista, recéptaculos de tanta atención (al menos por un día). Pero no; me acerco tímidamente y ojeo alguno, y si la curiosidad me vence miro esos cuatro dígitos escritos a lápiz en la última página y así se desvanecen mis dudas. Me trago la tentación, vuelvo a dejar el libro donde estaba, me giro y me alejo, pensando en todos los volúmenes que acumulan polvo en las estanterías de mi pisito y en casa de mis padre. Ahí se acabó todo.
Otro asunto espinoso es el de la rosa. Evidentemente, la tradición empezó con que fuera el hombre "enamorado" quién regalara la flor a la mujer, pero eso fue degenerando en el padre que regala la rosa a la hija, el hijo que regala a la madre, el nieto que se acuerda de la abuela... Y muy fácilmente el asunto trasciende al sexo femenino. Vamos, que acaba siendo una orgía de flores rojas, blancas, amarillas, azules y multicolores (personalmente, qué mal gusto...), con su espiguita, su envoltorio (con o sin senyera) y demás. Seis millones de flores vendidas a una media de 3 euros... vamos, que en un día el asunto sube a 18 millones de euros de nada. Como siempre, aquí hay más de uno que se frota las manos cada 23 de abril.
En esta ocasión me negué en redondo. Me autoconvencí de no caer en esa espiral de consumismo y decidí hacer algo más ecológico a la par que original (o sea, más barato). A las 13,30 h. aparqué mi coche, cogí mi bolso y, sin perder más tiempo, me acerqué a la montañita que hay al pie de casa de mis padres. Me esperaba una subida nada despreciable, pero en plena primavera no me costaría mucho encontrar flores... ¡JA! Como siempre, Murphy acaba apareciendo cuando menos te lo esperas, y da la coincidencia de que ésa es la montaña más desertizada del término municipal llamado Sallent. Acabé llegando a lo alto de la subida en plena solana, con jersey negro de cuello alto, zapatos y bolso, aunque ahí encontré la recompensa: algunas amapolas, manzanilla, "pan-y-queso" (no sé su nombre real, pero en casa siempre las hemos llamado así), una especie de lavanda que no huele a nada, cebada y tomillo. Al acabar mi ramo apareció un señor por el camino y me observó con cierta curiosidad. Yo entablé con él una absurda conversación y me largué camino abajo, a poner las flores en agua y hacer la comida.
Ahí es cuando la gata entra en acción. Sólo hice que llegar y ya apareció por el pasillo con cara de interesada. Sí, hablo de la misma gata que nunca viene a recibirme, a no ser que lleve interminables horas solita en casa. Aunque me duela reconocerlo, vino por interés (al fin y al cabo, es una felina...): debía requeteoler todas las flores y mordisquear la cebada. Intenté explicarle que podía ahogarse (eso no, ¡caca!) pero, como es normal, ni caso. Lo reconozco, tuve que dejar el ramo en la mesita de la habitación de mi madre, con la puerta bien cerrada (porque la cochina sabe abrir la puerta, ¿eh?).
Volví al trabajo y después me digné a aparecer por la clase de inglés (¿qué decía del salvoconducto?). Gracioso, pues al entrar descubrí que en clase tan sólo estaba el profe y dos alumnos más, por lo que mi retonno tuvo mucho más valor. Acabamos siendo seis, y descubrí que un alma caritativa se acordó de mí esos días de exilio y me recogió todas las fotocopias. Ya estábamos en medio de la clase, (fuera las paradas de libros debían estar en plena ebullición), cuando las nubes se amontonaron y se cargaron como a cámara rápida y comenzó una tormenta de esas de verano que a casi todos nos encanta ver a cubierto. Pobrecitos los que estaban fuera disfrutando de la ex-soleada tarde, comprando libros con rosas en las manos... Ains, qué injusta que es la vida a veces...

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Pero la cuestión es: ¿sigue el ramo en la habitación de tu madre? ;)

1:28 a. m.  

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